Esta instalación de Mónica González retoma dos cuestiones centrales suyas. Por un lado, la paradoja del espejo, que refleja exactamente lo real y lo devuelve invertido: la manera más exacta de reproducir una imagen trabaja subvirtiendo profundamente su dirección y alterando su sentido. Por otra parte, la preocupación por el tiempo propio: Mónica hace dialogar su obra con los conflictos y los dilemas de su presente (y el presente de uno es siempre difícil: “todos vivimos tiempos recios”, en palabras de Teresa de Avila: es decir, tiempos endebles).
Ahora Mónica gira el espejo de su tiempo y ve que la imagen que devuelve él no sólo se encuentra trocada en sus direcciones sino deformada y, sobre todo, zozobrante: tiembla la figura sobre una superficie que distorsiona y perturba los signos, que inquieta el rumbo del movimiento y perturba sus señales. La artista presenta una instalación consistente en delgadas chapas de acero inoxidable que funcionan como espejos; como espejos temblequeantes, trepidantes. Es que no sólo resbala la imagen sobre la superficie lábil de las láminas, sino que éstas, a su vez, se encuentran estremecidas por ventiladores, cuyos aires zamarrean espacio real y figura, posición y percepción, sentido y ubicación estable. Inquietas, las luces no pueden sujetar colores ni definir formas; nerviosa, la superficie no logra amarrar el significado entero de lo que se escurre sobre su tensión precaria. Así parece transcurrir nuestro tiempo: perplejo y falto de pistas, zozobrante en sus verdades, tambaleando tras rumbos extraviados.
No basta con retratar la vacilación; es necesario acercar un indicio, proponer un principio de orden posible. Mónica quiere indicar referencias fijas. Por un lado, en medio de esa escena inestable, cuelga plomadas que indican las coordenadas exactas: la vertical que apunta segura, el suelo firme; que establece el eje, que dibuja el trayecto puntual sin yerros ni titubeos.
Por otro lado, transcribe los signos que llevan las cajas de transporte para indicar la posición correcta: el arriba y el abajo, la línea de equilibrio, la medida que ahora falta. Pero esas marcas terminan subrayando la desazón del espacio desfondado: más que la ausencia de normas, es la norma no acatada la que resalta la imagen del caos.
Hay otra salida posible: la inversión de los espejos puede ayudar, fugazmente, a revertir la conmoci´n que turba nuestro presente nublado. Es la trampa de la ilusión, el juego de los deseos que agita siempre el rumbo del arte y desorienta sus referencias para sugerir otros caminos, otros lugares, por un momento, estables. Durante estos tiempos recios que nos toca vivir, imaginar un horizonte seguro, aunque fuere desde la duda más radical, puede despertar las ganas de apurar el paso.
Ticio Escobar
Asunción , marzo, 2002